Dedicado por ahora a la
academia y a su fundación, Juan Manuel Santos atribuye el atraso social de América
Latina a que preferimos invertir en elefantes blancos que en los derechos
fundamentales.
Dicen
por ahí que es tremendamente importante ser práctico, entender la magnitud de
la crisis del hoy, aceptar que las ideologías y los partidos son cosas del
pasado.
El
tiempo y la experiencia me han demostrado todo lo contrario. Gobernar requiere
de enormes dosis de teoría. El conocimiento de la historia es infinitamente más
importante que el entendimiento de la coyuntura. Sin partidos e ideologías de
pronto hasta hay presidentes, pero con certeza no hay gobiernos. Mesianismo vs.
ideología Hoy en día, después de múltiples pasos por la vida pública, si me
preguntaran cuál es la principal falencia del Estado colombiano, contestaría
–sin dudarlo por un instante– que es la falta de sueños grandes y claros.
Algunos los llaman ideologías. Esta conferencia en buena parte es sobre eso.
Sobre sueños. Sobre ideologías.
El
desprecio por la teoría y por lo conceptual, que no es otra cosa que la pereza
de entender lo importante, es lo que nos hace proclives al mesianismo, a esa búsqueda
del Salvador de turno. A menudo son tan intensas las luchas por el poder político,
que se torna más importante la persona que los objetivos. Cuando los conceptos
pierden relevancia en las luchas políticas, el origen de los problemas pierde
importancia ante la eventual persona que supuestamente los va a solucionar.
Erich Fromm, en su libro El miedo a la libertad, llamaba a estos Mesías los
“auxiliadores mágicos” y decía al respecto: “Si el auxiliador mágico se
personifica en un individuo real, el desengaño que se produce cuando este no
colma las expectativas que se habían colocado en él, conduce al resentimiento
por haberse entregado a esa persona. Y como tales expectativas son ilusorias,
toda persona real lleva inevitablemente al desengaño. Esos conflictos
desembocan en una separación que es seguida por la elección de otro objeto,
del que se espera el cumplimiento de todas las esperanzas relacionadas con el
auxiliador mágico”... Y así sucesivamente.
Vivimos
de auxiliador mágico en auxiliador mágico, de frustración en frustración.
Por eso llegó la hora de volver a los conceptos, de entender cuál es el Estado
que realmente queremos, para ver si así, de pronto, podemos comenzar a
exigirlo.
¿Qué
Estado queremos?
El
debate acerca de la función pública del Estado se ha distorsionado y
polarizado tanto, que casi olvidamos su razón de ser. Una discusión cargada de
historia, de conceptos, de ideas y de argumentos ha sido reducida a un triste
intercambio de opiniones, insultos y juicios maniqueos en donde las grandes
categorías de la ética y la política han sido relegadas para darles paso a
las caricaturas y a los estigmas. No estamos dispuestos a escuchar ni a dar
explicaciones porque estas se nos han convertido en tediosos ejercicios que
requieren tiempo, disciplina, del esfuerzo de pensar y de ser tolerantes. No
queremos argumentos porque no los necesitamos, son incómodos y no caben en la
estrechez de los titulares de prensa. Estamos, como diría Kant, poco dispuestos
a ser racionales.
Sobre
esta base me he dedicado los últimos meses a la academia y a tratar de entender
cuál es la sociedad que queremos y cuál es el Estado capaz de generar esa
sociedad.
La
historia de las doctrinas políticas podría ser dividida en dos: por un lado,
se encuentran todos aquellos sistemas de gobierno que creen que las libertades
individuales se mantienen bajo cualquier tipo de régimen autocrático. Y por el
otro, los que creen que las libertades personales sólo se pueden mantener en un
ambiente democrático y liberal.
Los
primeros le asignan una gran importancia a la concentración del poder político
en el Estado, a la igualdad y a la legitimidad del derecho natural, divino o
social, para juzgar y designar lo que le conviene a las personas. Los segundos,
promulgan un gran respeto por la libertad individual, la igualdad ante la ley y
defienden la división del poder político: abogan por la libertad religiosa y
por eso creen en el derecho positivo y en una autoridad legítima, derivada del
consenso popular y no de una sucesión dinástica o del derecho divino.
Ejemplos
de los primeros van desde los sistemas autocráticos y aristocráticos
defendidos por Platón y Aristóteles en los inicios de la civilización
occidental, pasando por la ley divina de la escolástica medieval y la noción
totalitaria y corporativa del Estado de Hegel, hasta el marxismo y el fascismo.
Ejemplos de los últimos se encuentran en el Leviatán de Hobbes y más concretamente en el Gobierno civil de Locke; en el radicalismo de Rousseau; en el utilitarismo de Bentham; en la defensa de la iniciativa económica individual de Hume; en el marginalismo de Marshall; en la intervención pública de Keynes y en los desarrollos conceptuales de la justicia, los derechos y las libertades fundamentales de Rawls y Sen. Los sistemas liberales sostienen que la legitimidad del poder y la autoridad del Estado provienen del pueblo. Están en contra de la concentración del poder público porque esta se constituye en la principal amenaza a la libertad y por eso defienden su división. La función específica del Estado liberal se centra en la protección y promoción activa de las libertades individuales. También buscan la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades económicas, así como el mejoramiento en términos absolutos de los individuos más pobres. Los sistemas liberales consideran que para exigir responsabilidad hay que garantizar libertad. El Estado liberal Quisiera a estas alturas dejar en claro que filosóficamente creo en un Estado que respete el individuo. He sido siempre y cada vez soy más liberal en mi concepto de sociedad y por ende del Estado deseado. El liberalismo, no lo olvidemos, es tolerante, es respetuoso de la individualidad, y, lo más importante, es obsesivo en que todos y cada uno de los ciudadanos tengan el derecho real al ejercicio de su libertad. Lo vital es entender cómo la garantía de este derecho se convierte en la directriz misma de aquello que se debe hacer con el Estado; de aquello que debe hacer el Estado. Creo profundamente en el liberalismo por algo que expresó John Stuart Mill en su ensayo ‘Sobre la libertad’: “El valor de un Estado, a la larga, es el valor de los individuos que lo componen. Y un Estado que relega la elevación mental de sus individuos a más perfección administrativa, un Estado que empequeñece a sus hombres para que puedan ser más dóciles instrumentos, hallará que con hombres pequeños ninguna cosa grande puede ser realizada; y que la perfección del mecanismo terminará por no servirle para nada por la falta del poder vital que, en aras de un más fácil funcionamiento de la máquina, ha preferido sacrificar”. Cito a Mill, no sólo por considerar que es uno de los grandes filósofos liberales, sino porque sostenía que no obstante el respeto por la individualidad, el libre mercado, que era la expresión más pura del liberalismo económico, conducía y aún conduce a inaceptables niveles de miseria e inequidad. Mill fue el primero que expuso claramente que el liberalismo sólo era válido en la medida en que todos los ciudadanos tuvieran una libertad real, no sólo teórica, de ejercer sus opciones. Lamentablemente, buena parte del desarrollo de la teoría económica posterior, con la excepción de Keynes, hizo caso omiso de esta crítica. Es ahí donde se origina el rompimiento entre el liberalismo económico y el liberalismo social, que es probablemente el tema conceptual más importante de entender y de solucionar, para que Colombia pueda tener una política económica coherente con su Constitución
John
Rawls y mi antiguo profesor Amartya Sen, casi 200 años después, recogen la crítica
de Mill y plantean un modelo económico que hace primar la equidad sobre la
eficiencia y cuyo fundamento es el acceso a los derechos fundamentales. Esto es
más importante que los niveles agregados de consumo o producción, que refleja
ese muy pobre indicador de bienestar que es el PIB. Es ahí donde creo que
debemos estar. Es ese el concepto de Estado que debemos tener. El gasto público
debe estar entonces encaminado exclusivamente a garantizar el acceso universal a
esos derechos, de tal forma que todos podamos ejercer nuestras opciones. En ese
momento, finalmente tendremos un Estado liberal, con respeto real, y no sólo de
discurso, hacia todos y cada uno de los individuos que componen la sociedad.
Liberalismo
económico y liberalismo social
Pero
me estoy adelantando y es necesario explicar –así sea brevemente– por qué
el modelo de liberalismo económico que viene siendo aplicado ha hecho crisis
total. Para esto hay que volver a los conceptos, esos que nos protegen de elegir
Mesías; esos que nos permiten ejercer nuestra autonomía; esos que evitan que
le tengamos miedo a la libertad. Claramente, el fracaso social de América
Latina en la última década ha hecho que la vanguardia económica hoy esté en
la izquierda y no en la derecha. Pero la izquierda, o lo progresista, no está
en Stiglitz y en su tardío y casi tierno descubrimiento de que el mercado tiene
fallas. Lo realmente progresista en economía está representado por los
planteamientos de Rawls y de Sen. Lo de ellos es claro y va directamente a la
yugular de las falencias del sistema capitalista, vía el cuestionamiento de la
noción de neutralidad de Pareto (el economista conservador) en la que se
fundamenta buena parte del modelo neoclásico, sustento de lo que hoy se ha dado
por llamar neoliberalismo.
El
mayor pecado de ese modelo, puesto en términos muy simplistas, es considerar
que la utilidad percibida por un individuo, sea rico o sea pobre, es igualmente
valiosa para la sociedad.
El
neoliberalismo se vanagloria de no hacer juicio alguno respecto de la utilidad
de los distintos individuos, lo que en el fondo es aceptar el statu quo en términos
de distribución del ingreso; aceptar la miseria y la casi total carencia de
movilidad social que caracteriza a nuestros países. Sen y Rawls sostienen todo
lo contrario. Ellos sí hacen juicios de valor. Su concepto de justicia y
libertad asume que mientras no se satisfagan unas condiciones básicas para los
grupos más desfavorecidos de la población, las concesiones hacia estos grupos
se deben seguir haciendo independientemente de qué tanto bienestar se genere
para la sociedad como un todo, o de qué tanta eficiencia se pierda. Esto es
equidad. El objetivo de la política económica no debe ser maximizar el
bienestar de la sociedad, sino permitirle el acceso a un mínimo nivel de
bienestar a los sectores más deprimidos, para que los más pobres también
puedan ser partícipes de sus deseos en el mercado. De esta forma, el concepto
de liberalismo social, expresado en el mercado cuando se transforma en
liberalismo económico, se convierte en un concepto real para todos y no para
unos pocos. Lo que interesa son las libertades fundamentales de los individuos y
no el grado en que satisfacen sus intereses. En otras palabras, el desarrollo
debe ser medido en términos de oportunidades, de libertades y no tanto en términos
de riqueza. El concepto es tan antiguo como la Ética a Nicómaco de Aristóteles
donde el filósofo griego dice: ‘la riqueza no es, desde luego, el bien que
estamos buscando, pues no es más que un instrumento para conseguir algún otro
fin’.
El
“velo de la incertidumbre”
Para
lograr lo anterior, Rawls desarrolla el concepto del “velo de la
incertidumbre”. Este básicamente dice que la expresión válida de las
preferencias de los individuos es aquella que se da cuando no saben que rol van
a tener en la sociedad. Cuando aún no saben si van a ser infinitamente pobres o
infinitamente ricos. Cuando aún no saben si van a tener una inteligencia
extraordinaria o una normal. Esa es la única noción de bienestar válida, ya
que por actuar bajo el velo de la incertidumbre, es la única que puede
propender por el bien común. Contrario Sensu a, cuando alguien se sabe rico y
poderoso, no tendrá ningún incentivo para defender el interés general. Se
dejará guiar por su egoísmo, como lo planteaba Hobbes en El Leviatán. Con
estas tesis podemos entonces definir los criterios de asignación del gasto público.
La anterior fundamentación ética implica, en lo referente a la correcta
asignación del gasto público, que en la medida en que los derechos económicos
fundamentales no estén satisfechos para la totalidad de la sociedad, cualquier
otro gasto es suntuario y regresivo.
En
un lenguaje más coloquial, esto quiere decir que hay que ser francamente
retardatario, desde un punto de vista social, para defender el subsidio a la
gasolina, un bien cuyo consumo está concentrado en los estratos más altos,
cuando el nivel de educación del país –ese sí, un derecho fundamental que
genera mejor distribución del ingreso y mayor movilidad social– está en
niveles inaceptables. La Constitución colombiana determina que la función del
Estado es garantizar el acceso de todos a los derechos que ella misma define
como fundamentales. Entre estos evidentemente no aparecen, por ejemplo, las
hidroeléctricas estatales pero si los subsidios a los kilovatios consumidos. La
confusión entre subsidiar turbinas y subsidiar individuos es un problema teórico
de nuestra liviana izquierda. Por eso la teoría es tan importante.
No
tengan la más mínima duda de que bajo el velo de la incertidumbre todos abogaríamos
por que los recursos del Presupuesto se dedicaran exclusivamente a satisfacer
los derechos fundamentales.
Todos
abogaríamos por que hasta el último colombiano tuviera acceso a salud
institucional y no para que se subsidie la gasolina, ya que no sabríamos si
vamos o no a tener carro. Todos abogaríamos por que cada colombiano tenga
acceso a un buen nivel de educación y no para que el Estado siga subsidiando pérdidas
operacionales en el Seguro Social de casi medio billón de pesos anuales, porque
no sabríamos si vamos a ser o no parte del sindicato del Seguro. Todos abogaríamos
por que haya una cobertura plena de agua potable y no para que el Estado le
entregue recursos subsidiados a la banca estatal, porque ni siquiera sabríamos
si alguna vez vamos o no a tener acceso a un crédito. Sería realmente bonito.
Todos abogaríamos por algo tan sencillo como la Constitución y la obligación
del Estado de cumplir con la satisfacción de los derechos políticos y económicos
fundamentales, antes de meterse en aventuras empresariales.
Todos,
absolutamente todos, abogaríamos por lo mismo, ya que todos, absolutamente
todos, estaríamos obsesionados con que se nos garanticen nuestras condiciones mínimas
para ejercer la libertad. Todos abogaríamos por el bien común.
Los
derechos fundamentales
Cuando
era Ministro de Hacienda, mi mayor pánico era que alguien le pusiera una tutela
al presupuesto para que éste se dedicara a garantizar los derechos
fundamentales y no a subsidiar pérdidas operacionales, combustibles, Urrás,
Telecomes y Carbocoles.
Es
decir, que el presupuesto cumpliera su objeto y que no se dedicara a financiar
nuevos esperpentos, que explican no sólo el elevado nivel de la deuda, sino el
nivel de pobreza vinculado a una sociedad que es incapaz de proveer de opciones
mínimas a sus ciudadanos, por su total falta de claridad respecto de la función
del Estado. Pensaba con terror que cualquier día iba a aparecer un ciudadano a
preguntar por qué era tan importante cumplir el acuerdo con el Fondo Monetario
Internacional, mientras se podía violar flagrantemente el Contrato Social
representado en la Constitución. Siempre pensaba en qué le podría yo
contestar a ese ciudadano que pusiera una tutela a la ley que más derechos
fundamentales viola en este país: la ley de presupuesto.
Les
soy franco: no se me ocurrían muchas respuestas. Les soy aún más franco: hoy
se me ocurren menos. Irónicamente, a nadie le gusta violar más la Constitución
en este país que a quienes supuestamente constituyen la oposición al
Establecimiento y quienes se consideran a sí mismos progresistas socialmente.
Son
ellos quienes han defendido aventuras como la de Carbocol, que por falta de
claridad en la función del Estado, no por corrupción o por manejos turbios, le
costó al país más de 6 billones de dólares y representa casi el 25 por
ciento de la deuda pública externa. Son ellos quienes han defendido que
ECOPETROL –en la última década– se haya gastado casi 5 billones de dólares
(más del doble del actual déficit fiscal) en subsidios a la gasolina que
benefician en un 95 por ciento al 20 por ciento más rico de la sociedad
colombiana. Son ellos quienes defienden que el Estado vuelva a construir hidroeléctricas,
cuando solo entre Urrá y La Miel, que son las más recientes aventuras de este
tipo, el país, por falta de claridad conceptual, ha perdido más de 700
millones de dólares. Son ellos quienes después, uno no sabe si con indignación
real o con un cinismo infinito, se preguntan el porqué del nivel de la deuda de
nuestra economía y de la forma más pobre buscan la solución en organizar
marchas contra el Fondo Monetario. Le tengo muchos reparos a esta institución,
pero hasta donde yo me acuerdo no fue el Fondo Monetario el que promovió Urrá,
Carbocol, Foncolpuertos, e impidió que el presupuesto se destinara a satisfacer
derechos fundamentales que generaran equidad y movilidad social.
Lo
del Fondo Monetario es contabilidad básica, no economía. Los errores de política
económica son enteramente nuestros. Asumamos nuestras responsabilidades. Un
credo para América Latina Las personas, o las sociedades, cuando afrontamos una
crisis, debemos hacer un alto en el camino y replantearnos lo verdaderamente
importante: nuestra razón de ser, qué queremos y para dónde vamos. Por eso
consideré, como lo he tratado de expresar en estas líneas, que hoy más que
nunca, el pragmatismo debe cederles su espacio al pensamiento, a las ideas, a
los argumentos. Dicen que soñar no cuesta nada, pero en las actuales
circunstancias de Colombia y de América Latina, no soñar, no tener un puerto
de destino, cuesta mucho. Nos ha costado mucho.
Para
terminar, vuelvo al inicio:
Creo
que gobernar es un acto conceptual más que un acto práctico. Creo que sólo
entendiendo la historia se entiende la coyuntura. Creo en los derechos
fundamentales y en la obligación del Estado de satisfacerlos. Creo en la
viabilidad macroeconómica de hacerlo. Creo que lo único que hace viable una
sociedad es la movilidad y esto solo se logra con una correcta focalización del
Gasto Público. Creo, como el profesor Sen, de quien tuve el privilegio de ser
alumno en dos ocasiones, que desarrollo es más el derecho a ejercer la Libertad
que simplemente producir o consumir más.
Por
Juan Manuel Santos - Intervención en el Foro sobre Reestructuración del
Estado.